Caminaba por el oscuro andador con destino a mi casa, cuando sentí una cálida mano que tocaba mi hombro por la espalda. Me giré lentamente para ver de quien era el llamado, pero no había nadie detrás de mi. Estaba cansado de que mandaran a esos improvisados mensajeros a entregarme esos recados que profesaban lo que debía hacer. Y cuando me disponía a seguir mi camino, de regreso a casa. Ahí estaba, justo frente a mi, a escasos centimetros, ella.
Me miró fijamente y me saludó con un perfectamente audible -Hola-. Luego, puso su cálida mano sobre mi hombro, el cual usó de palanca, para pararse en la punta de sus pies, y darme un frío beso en la mejilla. Yo no sabía que hacer, estaba tan atónito y desconcertado como emocionado y alegre; pues, nunca antes me había besado en la mejilla y parecía ya bastante tiempo desde la última de sus visitas.
Su oscura y larga cabellera había crecido un tanto desde la última vez que la vi, aquella oscura noche de verano. Su rostro era pálido como siempre; unas pequeñas bolsas, pruebas de insomnio, colgaban de sus oscuros y penetrantes ojos; los cuales reflejaban resentimiento, ansiedad, impaciencia y júvilo a la vez.
Decidí romper el breve silencio con un débil y tímido -Hola-. Ella sonrió.
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Me tomó por la muñeca y me obligó a seguirla. Dimos la vuelta a la derecha para encontrarnos con otro andador y una prolongada pared pintada de verde grisáceo. Soltó mi nuñeca y decidió sentarse en el suelo, con la espalda recargada en la interminable pared. Me senté junto a ella. Escasos quince centímetros nos separaban, hasta que decidió reposar su cabeza en mis hombros. Permanecimos así durante unos instantes, que pudieron haber sido tanto horas como minutos, no lo sé.
Con su mano izquierda tomó la mía, y con la derecha, bajó la manga de mi chaqueta para clavar la mirada en mi antebrazo, en busca de algo. No lo encontró, claro que no lo encontraría. Movió su atención a mi muñeca, dónde descansaba la vieja pulsera que ella misma me había regalado, en nuestro último avistamiento. Se dibujó una sonrisa, en su frío rostro, la cual desencajaba con el porte de malvada que cargaba desde hacía unos meses. Luego, miró el listón rojo que debía de llevar, siempre que salía de casa y que se encontraba junto a la pulsera.
La sonrisa se borró rápidamente de su rostro, privándome de la felicidad que me provocaba verla contenta. Soltó mi mano inmediata pero suavemente, y se levantó. Ya cuando estuvo en pie, me ofreció una mano para ayudarme a parar, aunque ambos sabíamos que no la necesitaba. Acepté la ayuda, por cortesía.
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De nuevo quedamos frente a frente, y decidió repetir la escena de hace unos momentos. Colocó su mano izquierda sobre mi hombro, para quedar en puntitas, y le propinó una segunda paliza a mi corazón, al darme su frío beso en la mejilla. Pero esta vez, también puso su mano derecha en el hombro que me quedaba libre, se acercó a mi oido y susurró -Nos vemos pronto-. Esas palabras cautelosamente escogidas me hicieron añicos el sentido común y pusieron a mi cabeza de cabeza, válgase la ironía.
Volvimos a poner los pies en la tierra, ella literal y yo figurativamente. Se despidió guiñando un ojo y mostrándome las nuevas armas que adornaban su malvado, frío y bello rostro. Dió media vuelta y se fué caminando, dejando que su oscura melena se fuera perdiendo en la noche. pero antes de que la perdiera de vista, ella miró hacia atrás, hacia mí. Su pálido rostro enmarcó una mirada tentadora, que me invitaba a quitarme el listón rojo y seguirla.
Di media vuelta y seguí mi camino. Aun no era el momento, así que, seguí con mi destino.
Diciembre 31 de 2009 - 4:51 am
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